Esta semana, la ciencia nos volvió a sorprender: un grupo de investigadores ha descubierto que una pequeña corriente eléctrica en zonas precisas del cerebro puede mejorar la capacidad matemática, especialmente en quienes parecían tener el don “apagado” (Agencia SINC, 2025).
La noticia se viralizó, alimentando el sueño moderno de hallar soluciones rápidas, casi mágicas, para los viejos desafíos del aprendizaje.
Pero mientras leía el estudio, no pude evitar pensar en las mesas de las casas, en las cocinas y los pasillos donde, lejos de laboratorios, los niños y niñas preguntan sin miedo: “¿Por qué la luna cambia de forma?” o “¿Cuántos pasos faltan para llegar?”.
En esos instantes cotidianos —que ningún electrodo podría reemplazar— germina, silenciosa, la verdadera curiosidad matemática.
En los
años 50, Disney nos regaló “Donald en el país de las matemáticas”. Allí, los
números bailan en la música, se esconden en las hojas de los árboles, dibujan
formas en la arquitectura y juegan con nosotros en el ritmo de la vida.
Era, y sigue siendo, un recordatorio: las matemáticas no son el reino exclusivo de los cuadernos ni de los genios, sino un lenguaje universal que atraviesa la naturaleza y la cultura.
Hoy, la educación del siglo XXI insiste —y con razón— en la urgencia de pensar distinto: no basta con memorizar fórmulas ni repetir operaciones. Nos piden creatividad, pensamiento crítico, capacidad de resolver problemas en un mundo cambiante (UNESCO, 2023).
Sin embargo, ¿no será que muchas veces, en casa, seguimos asociando los números con miedo, con tareas y con esa angustia de la “nota roja”?
La invitación es sencilla y profunda a la vez: abramos la puerta a la matemática cotidiana. Miremos la simetría de una hoja junto a nuestros hijos, escuchemos juntos el compás de una canción, juguemos con los patrones de las baldosas, calculemos tiempos y distancias en una caminata.
Cuando las matemáticas entran en la vida real, dejan de ser abstractas y se vuelven carne, emoción, asombro.
La tecnología puede ser un aliado, pero nunca reemplazará el calor de una pregunta hecha en la sobremesa o el descubrimiento compartido en la naturaleza. Que no nos deslumbre la promesa de la máquina ni nos nuble el juicio el brillo de la novedad.
La verdadera transformación ocurre cuando nos atrevemos a cambiar la mirada: cuando dejamos de ver las matemáticas como una amenaza y las empezamos a vivir como un juego, una poesía, una posibilidad.
Y entonces, al final del día, la pregunta queda flotando en el aire, esperando respuesta:
¿Qué clase de relación con los números queremos que hereden nuestros hijos: ¿la de quien los teme y los evita, o la de quien se asombra y los abraza como parte de la vida misma?.
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