viernes, 26 de junio de 2020

Las hijas de la tierra: enfrentando a los demonios.



En el artículo “El miedo al diferente”, publicado en la Vanguardia (07/10/12), se explica que “en las relaciones personales, son las pequeñas diferencias entre las personas las que forman la base, de los sentimientos de extrañeza y hostilidad pues el temor a lo diferente, no está en proporción con el grado de diferencia objetiva entre seres humanos sino, con la diferencia emocional que propicia la necesidad de conformismo y adaptación a un grupo.

Entonces, la diferencia es interpretada como un ataque a la identidad y mediante la identidad de grupo, se experimenta el sentimiento de identificación. Es decir, si yo pertenezco al grupo A no me siento miembro del B, al que veo claramente peor.

Desde la psicología profunda, vemos que la dificultad del ser humano para enfrentar lo distinto, está marcada por el descubrimiento de la diferencia de sexos y en el extremo enfermizo de esta percepción del desigual, resulta que el distinto es alguien que debe ser negado o eliminado.
 

No se puede hablar del temor a la diferencia, sin abordar el concepto de prejuicio. 

El prejuicio, es una actitud de hostilidad en las relaciones interpersonales, dirigida a un grupo o a las personas que lo componen. Y es curioso observar, cómo el prejuicio puede llevar a asumir una actitud hostil frente a un colectivo, sin haber tratado jamás a una persona perteneciente al grupo denostado.

Y la suma del prejuicio y el temor a lo diferente remite al concepto de xenofobia, entendida como el miedo, hostilidad u odio al extranjero porque, las sociedades se han construido siempre, a partir de las relaciones de dominación y obediencia colectiva.

Este mecanismo, opera de maneras obvias o sutiles, pero siempre con un patrón común: una mayoría numérica establece unos rasgos cualitativos, que se tienen que cumplir para ser aceptado y delimita, las diferencias excluyentes que identifican y clasifican a los segregados”.

Por otro lado, una frase atribuida a Albert Einstein,dice, más o menos, que los grandes espíritus, siempre han encontrado la oposición violenta de parte de las mediocridades las cuales, no pueden comprender que alguien no se someta, irreflexivamente, a los prejuicios hereditarios, sino que haga un uso honesto y valiente de su inteligencia.

Esa, es la estrategia que las tres protagonistas de la novela “Las Hijas de la tierra” escrito por Alaitz Leceaga y publicado por Ediciones B, decidieron utilizar para relacionarse con el mundo que les tocó vivir.

El relato, ambientado en la zona española de La Rioja y su contexto histórico, se enmarca en el año 1869, año en que se aprobó la Constitución redactada por el Gobierno Provisional de 1868-1871, tras el triunfo de la Revolución de 1868, que puso término al reinado de Isabel II y en el comienzo de la industria del vino en esa región española.

Las protagonistas son las hermanas Gloria, Teresa y Verónica Veltrán-Belasco, que además de ser hijas de su tierra, son hijas de su tiempo y de la región que las vio nacer.

En el relato, los lugareños creen que hay una maldición sobre los viñedos, secos desde hace años, de la finca Las Urracas.

Gloria, como todas las mujeres de su época, está sometida a la autoridad de una tía cruel y un padre ausente, llenas de dolor porque están convencidas que, por tener el cabello rojo, tienen el demonio dentro y viven con miedo.

Y vivían así, porque las relaciones de género en el mundo y, especialmente, en España del siglo XIX y las costumbres castellanas de esta época no reflejaban la equidad entre hombres y mujeres ya que, cobijadas en un discurso hegemónico, que incidía en las desigualdades de género, colocaban a la mujer en un estatus inferior al hombre, recubierta de un halo de invisibilidad e indiferencia.

Es así, como se consideraba que la mujer no estaba capacitada para gobernar, sino que era el hombre, quien debía asumir el control basándose, en las estructuras mentales patriarcales fundamentadas, en el heredado discurso jurídico romano donde el hombre, era el el pater familias y bajo su control, estaban todos los bienes y personas que pertenecían a la familia.

El hombre, patriarca o jefe de familia, era la persona física, que tenía atribuida la plena capacidad jurídica para obrar según su voluntad y ejercer la patria potestas, la manus, la dominica potestas y el mancipium sobre, respectivamente, el resto de personas alieni iuris que estaban sujetas a la voluntad, sobre la mujer casada, los esclavos y otros hombres.

Es por ello, y producto de la educación recibida, las tres hermanas se hacen las preguntas que las atormentan ¿acaso no están malditas? ¿y, si solo les han inculcado esos miedos para que sean obedientes y sumisas? ¿por qué tienen que mantenerse en un segundo plano, sin molestar, en vez de vivir sus vidas cómo ellas quieran y reclamar lo que les pertenece?

Al cambiar súbitamente la vida de las hermanas, deben ponerse al frente del negocio familiar enfrentándose a la furia y al desdén de hombres, que no conciben que una mujer sea su rival y mucho menos, que sea capaz de poner en duda sus privilegios.

Al mismo tiempo que luchan con los demonios del lugar, tiene que luchar contra los que se encuentran en su propia casa, en los campos muertos de Las Urracas y en sus propias vidas, hasta que se dan cuenta que, al estar unidas, esos miedos que tanto les martillean su vida interior, se silencian y que, en el momento en que deciden enfrentarlos  y desobedecer a lo que la sociedad les impone, se dan cuenta que al unirse y poner en común cada una de sus habilidades, son invencibles.

A estas tres protagonistas, se les une un actor más, que es la tierra a la cual, las hermanas se unen como vides con raíces grandes y profundas, para dar una nueva vida a su hacienda e iniciar, una vida plena y conforme a sus esencias.

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