Entre lo literario e histórico, sus relatos
reconstruyen innumerables hechos, lugares y personajes que como una película
van dando cuenta de la trayectoria del puerto.
Pese al deterioro que sufre esta ciudad declarada
Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, el sociólogo le declara su amor
incondicional y plantea los desafíos para su recuperación.
Con este libro pongo fin a mis “ejercicios de
memoria”, una trilogía que se refiere a las experiencias vividas en tres etapas
de mi vida. Si las dos primeras tenían una secuencia en el tiempo, El
viejo Puerto vuelve atrás, se retrotrae a la infancia y gira en torno a
una ciudad: Valparaíso.
Dividido en tres partes, la primera subraya la
originalidad de esta ciudad, en un país cuyas ciudades suelen tender a una
cierta uniformidad. La segunda relata la relación de una infancia y una
adolescencia en ese espacio singular. Y la tercera parte es del reencuentro
después de un largo alejamiento no buscado hasta llegar al presente, momento en
el que resulta dolorosamente obligatorio señalar su decadencia y las maneras de
iniciar el difícil camino de la recuperación.
Los porteños estamos amarrados “como el hambre” a
nuestra ciudad. Nunca en los largos años que he estado lejos de Valparaíso he
dudado de que ella es mi ciudad, aunque esté hoy malherida y hasta
zaparrastrosa.
Este libro, a fin de cuentas, es el de un amor
asimétrico entre una ciudad y un habitante, porque es absolutamente cierto que,
en las tardes de invierno, esperando “la micro” en la avenida Pedro Montt en la
esquina de la Scuola Italiana y frente al templo bautista m para volver a casa
en Playa Ancha, en medio de la vaguada costera, me embargaba el sentimiento de
que el viejo Puerto vigilaba mi infancia “con rostro de fría indiferencia”,
como dice una vez más con acierto el “Gitano” Rodríguez.
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