La madrugada del 15 de octubre de 1940, Lluís
Companys, presidente de la
Generalitat desde 1934, es ejecutado en
el castillo de Montjuic de Barcelona. Muere descalzo, pisando su tierra, al
grito de: “¡Por Cataluña!”. En el consejo de guerra al que ha sido sometido
unas horas antes, la defensa no ha podido aportar ningún testimonio. Companys,
sereno y consciente aun a pesar de la gravedad y trascendencia del momento,
recuerda a los presentes que “la historia nos juzgará a todos en nuestra
intención”. Companys se convertía entonces en el único
presidente de la historia contemporánea elegido democráticamente que era
ejecutado por motivos políticos. Un crimen de estado. A diferencia del
magnicidio del presidente de Estados Unidos, John F. Kennedy, en 1963, o suicidio
del presidente de Chile, Salvador Allende, en 1973, Lluís Companys fue fusilado
después de un juicio militar, conocido como sumarísimo. Es decir, sentenciado
por las leyes militares de la nueva dictadura del general Francisco Franco,
jefe de un régimen fascista nacido de la Guerra Civil española
(1936-1939).
Ocho días después del asesinato del presidente
Companys, Franco y Adolf Hitler se reunían en la estación de Hendaya para
ratificar las buenas relaciones entre ambos regímenes. No se habló de Companys,
evidentemente. Tampoco se mencionó en la visita que el jefe de las SS, Heinrich
Himmler, hizo a Barcelona aquel mismo día, 23 de octubre de 1940. Himmler
estaba de visita en el Estado español para corroborar la colaboración de las
policías alemana y española en la detención y extradición de los que consideraban
enemigos comunes.
Companys había sido uno de ellos, y es por eso que la policía
nazi lo había detenido en Labaule (Francia), donde el presidente de Catalunya
vivía como refugiado político después de la Guerra Civil. Companys
fue entregado por los alemanes a las autoridades españolas, que le vejaron
físicamente en Madrid y le humillaron judicialmente en Barcelona en un consejo
de guerra sin garantía legal alguna.
Su defensor, el militar franquista Ramón de
Colubí, recordaba seis décadas después del fusilamiento que Companys murió por
catalanista y no por instigar ningún desorden social, como le acusaba el
fiscal: “El problema es que dentro de la idea de la España nacional, Companys
era un enemigo”, explicó Colubí. En 2015, se cumplen 75 años del fusilamiento
de Companys, y a día de hoy, la sociedad civil catalana y también la Generalitat de
Catalunya persisten en pedir a las autoridades del Estado español la anulación
del juicio que le condenó a muerte.
Hasta hoy, esta demanda ha sido rechazada por
los diversos gobiernos españoles, fuesen de derechas o de izquierdas. España, a
pesar de vivir en un estado de derecho y democrático desde hace más de tres
décadas, nunca ha pedido disculpas, ni siquiera simbólicas, por los reiterados
episodios de represión contra Cataluña y la cultura catalana. En 2001, el rey
Juan Carlos I aún manifestó: “Nunca fue la nuestra lengua de imposición, sino
de encuentro; a nadie se le obligó nunca a hablar en castellano”.
En el primer cuarto del siglo XX, pues, Cataluña
era un hervidero en demanda de más autogobierno. Lo pedían las clases
industriales, las menestrales y las obreras. Y es que no tenía ningún sentido
que la llamada fábrica de España, dado el liderazgo económico de Cataluña en el
conjunto del Estado, no se viese satisfecha sin un solo avance legislativo y
político.
El derecho de conquista de 1714 seguía vigente. A pesar de que la
economía catalana era beneficiosa fiscalmente para el Estado español, la
política de Madrid optó por estrangular las finanzas catalanas. Cuando, en
1899, las Cortes españolas anunciaron una subida de impuestos, las clases
medias catalanas hicieron un cierre de cajas; es decir, dejaron de pagar
impuestos al Estado, una acción a la que se sumaron tanto los industriales como
la clase obrera. La respuesta a esta insumisión fiscal fue la declaración del
estado de guerra en Barcelona: una vez más, las demandas de los catalanes se
disipaban a golpe de sable.
Durante las primeras décadas del siglo XX, la
tensión política entre Cataluña y España continuó creciendo con la misma
intensidad con que lo hacía el catalanismo político. Pero el 13 de septiembre
de 1923, el capitán Miguel Primo de Rivera lideró un alzamiento militar con el
beneplácito del rey español Alfonso XIII de Borbón.
Muy pronto que, a pesar del
apoyo de algunos sectores de la oligarquía catalana, la nueva dictadura no
sería en nada favorable a los intereses de Cataluña, ya que el nuevo régimen
militar se dedicó a perseguir el resurgimiento de la lengua, la cultura y los
símbolos de Cataluña, además de prohibir la organización de partidos,
asociaciones e instituciones catalanas acabadas de crear, como la Mancomunidad.
Con la dictadura de Primo de Rivera se
ratificaba la España
una y centralista y se enterraba cualquier intento autonomista catalán. La
represión estaba presente en todos los ámbitos, también en el deportivo. En
1925, el estado del FC Barcelona fue clausurado durante seis meses después de
que una parte de los seguidores barcelonistas expresasen su malestar contra la
dictadura silbando las notas musicales de la Marcha Real, el himno
nacional español. Además de la clausura del recinto, el Gobierno español impuso
una dura sanción a la entidad, y el presidente y fundador del club, Joan
Gamper, fue inhabilitado a perpetuidad y expulsado de España.
El 18 de
septiembre de 1923, cinco días después de alcanzar el poder, el general
golpista prohibió izar la bandera catalán y el uso del catalán en la
documentación de las corporaciones públicas y asociaciones, y también hizo
cerrar 46 asociaciones por considerarlas demasiado patrióticas. El nivel de
represión fue tal que, en marzo del año siguiente, ocurrió un hecho insólito:
116 escritores en lengua castellana firmaron un manifiesto en defensa del
catalán. Entre los firmantes, destacan las rúbricas del poeta que después sería
fusilado durante la
Guerra Civil, Federico García Lorca, de José Ortega y Gasset
o de Manuel Azaña, futuro presidente de la República Española
en plena guerra.
Con la proclamación de la Segunda República
española y la efímera República Catalana, en abril de 1931, comenzó una nueva
etapa que comportó la recuperación de la Generalitat, es decir, del autogobierno perdido
desde 1714. Pero a pesar de una cierta permisividad, sobre todo en el ámbito
cultural, todos los intentos por avanzar en este autogobierno fueron frenados
desde Madrid.
En efecto, una vez caído Primo de Rivera en 1930, la proclamación
de la República
en 1931 se tradujo en el retorno de la oficialidad del catalán y la
recuperación de cierta autonomía. Pero la negociación del Estatuto que tenía
que establecer las bases de este autogobierno y el hecho de que otros lugares
de España, como el País Vasco, Aragón o Asturias, también redactasen sus
estatutos, volvió a tensar la cuerda y generó un encendido debate en Madrid
sobre la organización territorial del Estado republicano.
Afirmaciones en
diarios como El Imparcial del tipo “Antes que el Estatuto, la guerra civil”, no
sólo predecían la tragedia que se intuía, sino que demuestran que limitar el
estallido del conflicto al odio entre derechas e izquierdas es altamente
reduccionista.
La realidad es que el temor a que todo aquel
cúmulo de estatutos rompiese España legitimó, para muchos, un alzamiento
militar que tenía en la exaltación del nacionalismo español su principal leitmotiv: “Transformaremos Madrid en un vergel, Bilbao en una gran fábrica y Barcelona en
un inmenso solar”, era una de las sentencias que vertía el general franquista
Queipo de Llano en sus incendiarias emisiones radiofónicas. Pero Cataluña no
solo era el blanco de todas las iras del bando franquista. En el republicano,
la sensación de que el autogobierno de Cataluña había precipitado la guerra
generó un gran resentimiento, de manera que, cuando Franco abolió el Estatuto
de Autonomía y eliminó la oficialidad del catalán el 1938, muchos republicanos
lo vieron con buenos ojos.
El franquismo fue el particular holocausto de la
lengua y la cultura catalanas. Por un lado, Franco estaba convencido de que si
hacía desaparecer de raíz el catalán de la vida pública y suprimía todas sus
instituciones culturales, comenzando por la universidad, desaparecería también
su personalidad nacional. Y por el otro, porque la práctica totalidad de intelectuales
catalanes se vieron abocados al exilio.
Dos años después, el 6 de octubre de 1934, el
presidente de la
Generalitat, Lluís Companys proclamó el Estado catalán dentro
de la República
Federal Española como respuesta a la involución conservadora
del Gobierno republicano. A raíz de ello, la reacción de Madrid no se hizo
esperar y el Estado catalán tuvo una vida fugaz de menos de diez horas, las que
necesitó el Ejército español para restablecer el orden.
En los enfrentamientos
murieron 74 personas y 252 resultaron heridas. Companys y su gobierno
permanecieron en prisión hasta febrero de 1936. Al ser liberado, Companys dijo
en un discurso que tenía la sensación de que los sacrificios pasados no serían
los últimos y que “quizás no serán mayores que los sacrificios que nos
esperan”.
Vista con la perspectiva del tiempo, aquella frase fue profética. El
23 de enero de 1939, cuando las fuerzas franquistas estaban a punto de entrar
en Barcelona, Companys atravesó la frontera entre las repúblicas Española y
Francesa con el lehendakari José Antonio Aguirre. Se exilió a Perpiñán y
después se trasladó a París para trabajar en la representación en el exilio de la Generalidad. Acabó
finalmente en Ar Baol-Skoubleg (Bretaña), y se quedó sin la amenaza de las
tropas nazis, porque no quería alejarse de su hijo Lluís Companys y Micó
(1911-1956), que tenía una grave enfermedad mental.
Las últimas investigaciones han permitido
reconstruir cómo fueron sus últimos días. La periodista Gemma Aguilera acceder
a la documentación de Pedro Urraca, el agente que detuvo Compañeros en la
localidad bretona de Ar Baol. También el historiador manresano Joaquim Aloy
localizar al Internationaal Instituut voor Sociale Geschiedenis [Instituto
Internacional de Historia Social] de Amsterdam un manuscrito de Carme
Ballester, la segunda esposa de Companys, en el que explica cómo Urraca y los
agentes nazis entraron en su casa el 13 de agosto de 1940: "Dos hombres
vestidos de civil y cuatro con uniforme de soldados alemanes irrumpieron en el
domicilio ". Y añade:" Con las metralletas en la mano y apuntando a
mi marido y a mí misma, después de registrar la casa y llevarse el dinero que
había, los cuatro soldados llevaron custodiado al presidente de Cataluña!
".
Al día siguiente, Ballester fue a ver a su marido en la cárcel a la Ville Caroline:
"Me dijeron que sí, que mi marido estaba allí, pero que no podían nada: yo
no lo vería". Cuando estaba a punto de irse, vio cuatro soldados, en medio
estaba Companys. Carmen Ballester corrió hacia él, "pero el oficial me
agarró por el brazo para sacarme fuera". En ese momento lo llamó y él
"se volvió hacia mí y me hizo un signo con la mano queriendo decir: 'huye
de aquí!'. "Sería la última vez que vería a su marido.
Pedro Urraca Rendueles fue el agente español que
coordinó toda la detención de Companys. Le llevó hasta Madrid. Lo entregó a
la policía de España el 29 de agosto. En su libreta de 1940, el agente dedica
una página al presidente catalán. La escribió la tarde del 28 de agosto:
"Después de un mes y medio,! cuántas cosas han pasado! Al recorrer el
largo camino que separa París de Madrid, acompañando el día de hoy vencido y
que lo fue todo para Cataluña, Lluís Companys, pienso en el futuro que se abre
ante voz y en el horizonte que el mundo actual nos ofrece.
Todas las ilusiones,
toda la fe en los ideales de este hombre han caído por tierra. Ya no es sino un
harapo de la vida que quiere aparecer, ante sus acusadores, como un hombre
recto sin manchas. Lo tendrá difícil ante el ambiente que le espera allí abajo.
Esta libertad pasajera del viaje le parece un regalo que le hace la vida antes
de abandonarlo y quiere disfrutar con todas sus fuerzas. Pero los
acontecimientos del momento actual son demasiado fuertes para que el mundo se
digne a dirigir la mirada a un hombre que, de antemano, está dispuesto a
sacrificio anónimo y que voluntariamente está dispuesto a olvidar su pasado ...
".
Desde el 29 de agosto hasta el 3 de octubre de
1940, Companys fue torturado en la Dirección General de Seguridad, en la madrileña
Puerta del Sol. Después fue trasladado al Castillo de Montjuïc, en Barcelona,
convertido en prisión, para ser sometido a un consejo de guerra sumarísimo. Las
indicaciones de Franco eran claras: condenarlo a muerte y fusilarlo lo antes
posible sin dar noticia a la prensa.
El 14 de octubre comenzó un consejo de
guerra que no fue más que un simulacro, como el resto de los 110.000 que el
franquismo puso en marcha en Cataluña. Pocas horas después, el caso quedaba
visto para sentencia: pena capital. Esa misma tarde, Franco, sin ver el sumario
ni el acta del consejo de guerra, dio el Enterado. La condena se debía cumplir
al día siguiente, al alba. En su testamento hológrafo, Companys escribió:
"A todos los que me han ofendido perdono; a todos los que haya podido ofender
pido perdón. Si he de morir, moriré serenamente (...). Por Catalunya y lo que
representa de Paz, Justicia y Amor".
En la vigilia del Consejo de Guerra, pocas horas
antes de ser ejecutado, Companys escribía su última carta a Carmen Ballester:
"Me siento sereno y tranquilo. Es Dios que ha puesto las cosas y las
decisiones para darme este destino y me llena de una serenidad extraordinaria.
Le doy las gracias por cuanto habiendo todos de hacer el mismo camino, me ha
reservado un fin tan hermoso, por Cataluña y mis ideales, que revaloriza mi
humilde persona. Tú que me amas y tienes que amar pues el recuerdo que pueda
dejar, debes comprender esto. No admitas, pues, condolencias, ni llores.
Levanta la cabeza. Esta muerte, que afrontaré plácidamente y serenamente,
dignifica. Vida mía, moriré amándote. Tu retrato lo llevaré conmigo. Y el
último pensamiento será para ti y mis hijos, con el amor a Cataluña. Te besa,
tu esposo, Luis. "
Eran cerca de las dos de la mañana, cuando las
tres hermanas de Companys tuvieron que despedirse para siempre de su hermano y
abandonar el castillo de Montjuïc, lugar donde estaba preso y donde sería fusilado.
Mientras llegaba la hora de la ejecución, se iban realizando los trámites
legales. Leyeron la sentencia que lo condenaba a muerte y su aprobación.
Companys lo escuchó sin immutarse y no quiso hacer ningún comentario. Más
tarde, después de confesarse e ir a misa, le preguntaron si quería alguna cosa.
Con un punto de humor, pidió pan con chocolate de Agramunt, el chocolate que,
cuando era pequeño, comía en su pueblo del Terròs, en el Urgell. Más tarde,
pidió una botella de coñac. Tomó un par de copas, escasas.
Mientras esperaba que amaneciera, el presidente
Companys, con la comitiva que lo acompañaba, permaneció en el patio de armas
del castillo. Companys esperó su último momento de vida paseando y fumando un
cigarrillo. Pasados unos minutos, cuando empezó a hacerse claro, se dirigió a
los que lo acompañaban, y simplemente les dijo: “Vamos ya…”. Un testimonio
franquista remarca que lo dijo serenamente, sin inmutarse, como si aquellas
palabras que pronunciaba no lo acostaran fatalmente al momento de su muerte.
El
piquete que lo iba a ejecutar estaba integrado por soldados de infantería. El
oficial se acercó al presidente Companys para vendarle los ojos y ponerlo de
espaldas al piquete de ejecución. Pero Companys, con un gesto sobrio y sin
pronunciar una sola palabra, rechazó la venda y se puso de cara, mirando al
piquete. En el bolsillo superior de la americana, llevaba como siempre el
pañuelito blanco con las cuatro puntas. En el momento en el que los soldados
iban a disparar, gritó con fuerza y claramente: “Por Catalunya”.
Poco después
de la ejecución, el defensor militar decía a Ramona, la hermana del presidente,
que Companys había sido el más tranquilo y sereno de todos los presentes. Lluís
Companys había muerto con la dignidad que correspondía a un presidente de
Catalunya. Eran las 6.30 de la mañana aproximadamente. Lluís Companys tenía 58
años y su ejecución era la número 2.761 de las realizadas en Catalunya por el
régimen franquista desde la ocupación de Barcelona, el 26 de enero del año
anterior.
El Gobierno español aprovechó esta situación
para llevar a cabo una intensa represión contra Cataluña, con 3.400 presos
políticos, entre los que estaban Companys y los miembros de su Gobierno, que
fueron condenados a 30 años de cárcel. La rebeldía del Gobierno de la Generalitat también
fue el pretexto para que Madrid suspendiese la autonomía catalana, impusiese de
nuevo el castellano como lengua única y prohibiese las actividades de los
partidos, los sindicatos y las asociaciones catalanistas y de izquierdas.
El 18 de julio de 1936, el general Franco
encabezó el enésimo golpe de estado, ahora contra el Gobierno de la República. En el
transfondo del malestar de los militares y de buena parte de la derecha y de la Iglesia española estaba la
cuestión del catalanismo, incómodo para la idea centralista y unitaria de
España.
Así, no era extraño que durante la guerra, la prensa española en zona
franquista propusiese incluso la desaparición de Cataluña. Un diario de
Valladolid, El Norte de Castilla, publicaba un artículo el 25 de agosto de
1936 en el que se proponía que el
territorio de Aragón, fronterizo con Cataluña, anexionase el territorio
catalán: “Y entonces dejar que todo cuanto en los rescoldos aún siga oliendo a
catalanismo, dejar que los aragoneses se las entiendan con él. Aragón
españolizará a Cataluña”.
Como explican los historiadores Josep M. Solé y
Joan Villarroya, durante los tres años de guerra y la posterior posguerra, la
represión de los vencedores se expresó “de las maneras más diversas: política, social,
laboral, ideológica y, en el caso de Cataluña, de un intento de genocidio
cultural que pretendía hacer desaparecer de raíz su específica personalidad
nacional”.
Y es que en las postrimerías de la guerra,
Franco dejó bien claro sus intenciones para Cataluña: “En cuanto a la suerte
futura de Cataluña, hemos de decir que esta es precisamente una de las causas
fundamentales de nuestro levantamiento. Si abandonásemos Cataluña a su propio
destino, llegaría a ser un grave peligro para la integridad de la Patria”.
Companys fue enterrado en el Cementiri Nou de
Montjuïc, en el mismo cementerio donde reposaban los restos de los presidentes
Francesc Macià y Enric Prat de la
Riba. En la lápida, las autoridades franquistas no
permitieron inscribir ningún nombre ni ninguna otra indicación sobre la persona
que reposaba.
Sin embargo, se fue sabiendo que el presidente Companys estaba
enterrado allí, y durante los años de la dictadura franquista, a menudo manos
anónimas fueron dejando ramos de flores con un lazo con la bandera catalana.
También, burlando la vigilancia a la que estaba sometida la sepultura, la
fotografiaron. Y las fotografías fueron publicadas en hojas y periódicos,
editados en el exilio y clandestinamente en el interior de Cataluña. Después de
la ejecución, un teniente que servía en la batería de artillería de costa, de
guarnición, en la montaña de Montjuïc, se dirigió a los soldados catalanes que
hacían el servicio militar y les dijo: “Catalanes, hemos fusilado a vuestro
presidente”.
Tenía razón: el presidente de los catalanes
había sido fusilado. Por eso Companys se convertía, por encima de los aciertos
y errores de su actuación política durante toda su vida, en el presidente
mártir, en el presidente de todos los catalanes. El odio por lo catalán lo había
convertido, ahora sí, y todavía, en un símbolo.
Moisés Llopis i Alarcon
Universidad de Chile
Pontificia Universidad Católica de Chile
Institut Ramon Llull