El hilo conductor de esta novela es el “coming-of-age”
de una adolescente, que se rebela contra
un mundo empeñado en convertirla en culpable por el hecho de ser mujer.
La protagonista de la novela, Catalina, es
una chica de dieciséis años que ve cómo su entrada en la adolescencia, supone
una fuente inesperada de conflictos con los demás. Especialmente con sus
padres, que entienden que el hecho de convertirse en mujer es un problema y
optan, por un control férreo de todo lo que hace su hija.
Su madre la encuentra desgarbada y
asexuada y parece, más pendiente de los cambios del cuerpo de su hija que ella
misma mientras que los hombres, la miran como objeto de deseo cuando ella
intenta parecer lo menos sensual y «femenina» posible, para no despertar el
deseo de nadie. Incluso entre sus propios amigos se considera «rara».
Todos parecen exigirle algo que Catalina
es incapaz de ofrecerles. Da igual lo que haga o no haga: Catalina nunca está a
la altura de lo que se espera de ella.
Una tarde de agosto, tras sufrir un
desencuentro con el padre de una amiga mientras pasaba el día con ellos,
Catalina decide abandonar su casa y lanzarse a un mundo para cuya hostilidad,
según le han repetido millones de veces, no está preparada.
La joven se siente atravesada por tres
miedos diferentes que tiene marcados a fuego en su propia piel: el miedo a
hacer autostop para llegar a casa, en un momento en que los informativos están
llenos de casos de chicas secuestradas o desaparecidas; el miedo a regresar a
la casa de su amiga para buscar refugio, lo que supondría volver a revivir el
momento traumático y el peor de todos los miedos: el de llegar a casa tarde,
decepcionar a su madre y enfrentarse al castigo de su padre.
Convertida en una suerte de Caperucita
Roja a su pesar, «Catalina no quiere que la violen, ni que se la coman, ni
aparecer por partes en una cuneta, pero tampoco quiere condicionar su vida al
lobo cuando intuye que, como dios, puede que esté en todas partes», reflexiona
la protagonista.
Y es que la joven es consciente de que el
miedo no puede ser un obstáculo para todo lo que le queda por hacer en la vida.
Instalada en ese conflicto permanente es donde Catalina fragua su rebelión
personal contra el mundo: lucha por no renunciar a la propia libertad, a la
libertad de movimiento, a la libertad de ser y mostrarse como es aunque eso
suponga, asumir riesgos.
Catalina no sabe nada de sí misma.
«Tampoco distingue la tristeza del enfado, el miedo del deseo, estar enamorada
de admirar a alguien.
Pero no es la única que confunde lo que
siente o lo que sienten los demás», reconoce la narradora. «Lo único que tiene
claro es el rencor que lleva dentro acumulado y es tanto, que si pudiera
transformarlo en energía sería capaz de abastecer de electricidad al país
entero.»
La educación física
recorre la adolescencia como una época repleta de pasos en falso, de rabia
contenida y de aprendizaje continuo en la que se afianza la personalidad que
nos acompañará el resto de nuestra vida. La amistad, el primer amor, los miedos
y las inseguridades de una edad marcada por la curiosidad, por la
experimentación y el inconformismo son los sentimientos que acompañan a la
protagonista.
Una novela sobre el descubrimiento del
propio cuerpo, sobre la educación que heredamos, pero también sobre la que no
recibimos
La educación de Catalina, como la de
tantas mujeres de diferentes generaciones, está construida en gran medida a
golpe de restricciones, de prohibiciones por su bien («no salgas hasta tarde»,
«cuidado con lo que te pones», «es que vas provocando») y de intuiciones sobre
todo lo que no se dice y se da por sabido.
Una educación que lleva aparejada la
aceptación de una violencia que no se cuestiona y unos riesgos inherentes a ser
mujer de los que no se puede escapar. En el centro de toda esta confusión, hay
un solo culpable: el cuerpo, su propio cuerpo. Extraño, ajeno, en un periodo en
constante cambio.
Catalina «siente que su físico se
transforma constantemente, que cada vez que está segura de que se conoce, de
que empieza a saber quién es, este hace que se convierta de nuevo en una
extraña».
Y, si hay un elemento que representa esta
presión sobre el cuerpo de las mujeres, es la faja. Una faja de color carne que
la madre de Catalina le dice que debe llevar puesta, aunque solo sea una niña.
Es una faja real y metafórica, «el corsé emocional que lleva aprieta tanto como
la faja reductora que le ponía mamá cuando empezó a ir al colegio», reflexiona
la narradora. «La primera vez que se la puso, Catalina le preguntó para qué
servía esa prenda tan incómoda y mamá le contestó, que para que estuviera
recogida.
Tal vez lo que quiso decir fue blindada,
aunque al blindar a Catalina contra el mundo también lo estaba haciendo contra
su propia curiosidad, sus propios dedos en su propio cuerpo.»
A falta de una educación formal, Catalina
crece aprendiendo con los mensajes que le llegan a través de la publicidad
(donde abundan los cuerpos perfectos), los telediarios (donde esos mismos
cuerpos son mostrados como resultado de crímenes atroces) y las revistas del
corazón, dominadas por las dietas y los consejos de belleza.
«Aquellas fueron sus primeras clases de
Educación Física, viendo cuerpos de mujeres impresos en unas páginas que
inmediatamente se asentaron en su retina», recuerda la narradora.
Tampoco es que el instituto le aporte
respuestas, empezando por las clases de arte clásico, donde la mujer siempre es
objeto de raptos, secuestros y violaciones. A lo largo de la Historia, el
cuerpo de una mujer ha sido el detonante de guerras o se ha considerado casi
como el robo de una mercancía; algo que, en cualquier caso, pertenecía a
cualquiera excepto a ellas mismas.
Quizás no haya mejor metáfora de la
adolescencia que la de las «chicas polilla» a las que se refiere Catalina en
varias ocasiones y a las que Rosario Villajos dedica la novela en sus primeras
páginas. Cada vez que sale de la ducha, la joven no puede evitar mirarse al
espejo y lo que ve allí no es a sí misma, no es una chica, sino un rostro
distorsionado, unas extremidades demasiado largas, un tronco tímido y unos
hombros huesudos.
«Alguien debería haberle dicho que lo que
se ve en el espejo solo es temporal, que se está transformando, como una
polilla blanca que antes de insecto ha sido huevo, luego larva, después pupa y
ahora crisálida, y que deberá esperar a que un día la dejen salir de ella»,
reflexiona la narradora.
Como la mayoría de los niños, durante su
infancia Catalina había tenido un montón de gusanos de seda en una caja de
zapatos, a los que alimentaba con hojas de morera. «Así es como debían
aprender, a través de unos capullos con forma de Cheetos, que un ser vivo nace
y que, con suerte, crece, se reproduce y muere.»
Años después, Catalina estudió a estos
efímeros artrópodos que sufren profundas transformaciones antes de llegar a ser
mariposa, además de muchos peligros. Le resultó imposible no sentirse identificada
con ellas, con su propia metamorfosis, dejando atrás aquella faja, y con un
impulso irrefrenable, instintivo, casi digno de superviviente, salir de casa:
«Quería dejar de ser un gusano ciego con hebras de pelo de seda para poder
alcanzar el sueño de una polilla: salir volando».
El retrato de una familia de clase obrera
en la España de provincias La vida familiar de Catalina está marcada por la
brecha insalvable que separa su generación de la de sus padres, que insisten en
tratarla como una niña. Eso se traduce en un ambiente asfixiante en casa,
dominado por los horarios estrictos, las reglas inflexibles y la falta de
comunicación. Catalina siente que, como ellos no han estudiado, ni siquiera
entienden lo que tiene que vivir a diario una chica en el instituto. Nada que
ver con la manera de tratar a su hermano, Pablito, que se beneficia del hecho
de ser varón. Catalina ni siquiera puede tener su propio juego de llaves para
entrar y salir de casa sin depender de nadie.
Detrás de las normas, las restricciones, los toques de queda y las prohibiciones, Catalina entiende que solo hay un empeño en hacerla desistir de ir a cualquier sitio, salvo al instituto y de vuelta a casa. «No dejan de repetirle que es por su bien, aunque no entran en detalles sobre cómo no dejarla salir le puede hacer bien a nadie. Para papá y mamá, una hija está mejor con su madre. Para papá, exclusivamente, las niñas no necesitan socializar tanto, porque las mujeres no tienen ni nunca podrán tener amigos.»
La única manera de salir de esa casa será
agarrada al brazo de un hombre. Un muro de silencio impide al padre comunicarse
con su propia hija. Él solo quiere una cosa: asegurarse de que ella está
sentada en el sofá, no en su habitación ni encerrada en el baño, y mejor si
está callada porque ni siquiera sabe de qué hablar con ella. Catalina «fantasea
con que tal vez un día papá le pregunte “Quién eres tú”. En cuyo caso, ya tiene
preparada la respuesta: Soy yo, tu hija, deja de tenerme miedo. Déjame tocarte,
no voy a hacerte daño. Puede que no sea a mí a quien temes».
Por su parte, entre su madre y ella crece
una mezcla de amor, odio y una antigua e inexplicable rivalidad entre mujeres,
que durante generaciones se han transmitido traumas y miedos heredados de sus
antepasadas. Pero también se tiende ante ambas una complicidad inesperada
cuando se trata de mentir a su padre. «Mamá ya tiene bastante con lo que tiene.
Catalina la entiende y abraza en silencio su locura: el cuerpo del que ella
también reniega. Pero no osaría confiarle nada, menos aún después de saber que
también está hecha de mentiras. Madre e hija siguiendo una línea de puntos
falsos. Habrá que romper esa cadena, se dice Catalina.»
Un recorrido por los años noventa, en un
país marcado por el optimismo económico y también el pánico social La rebeca de
Kurt Cobain, repleta de agujeros, representó la inconformidad de miles de
adolescentes que, a principios de los años noventa, se rebelaron vistiendo ropa
rota y descolorida a golpe de música grunge.
La cara de Laura Palmer envuelta en una
bolsa en el tráiler de Twin Peaks es emitida en los televisores de una España
que asistía al nacimiento de nuevas cadenas, no tan diferente de los rostros,
atrapados en fotos de carnet, de niñas y mujeres desaparecidas y mostradas por
los telediarios: Anabel Segura, Gloria Martínez, las niñas de Alcàsser, las de
Aguilar del Campo, cada semana parecía haber un nuevo caso. Kate Moss, como
ejemplo, de cómo debe ser un cuerpo femenino para millones de mujeres, una
chica de diecinueve años con aspecto aniñado, metro setenta y apenas cuarenta y
siete kilos.
Anuncios de bebidas alcohólicas y
productos de higiene en los que las mujeres eran adornos para hombres a los que
les pasan cosas interesantes. Una chica escuchando, sin terminar de entender
del todo, las conversaciones de mujeres adultas, la mayoría amas de casa, en la
peluquería o en un portal. Todo ello forma parte del mundo en el que se mueve
Catalina, en una época muy concreta de nuestra historia reciente.
Es la España, también, del optimismo y la
abundancia, del liberalismo económico irrefrenable tras la caída del muro de
Berlín y el bloque soviético, la de la Expo de Sevilla y las Olimpiadas de
Barcelona. La de los pelotazos urbanísticos, los hoteles en primera línea de
costa y las urbanizaciones de chalés al margen de la ley, como el de la familia
de Silvia, la mejor amiga de Catalina, que vive una vida soñada por la
protagonista.
Catalina está condenada a un piso que ni
siquiera es de sus padres, que es del banco, frente a un descampado que le da
pánico cruzar a última hora de la tarde, en un barrio de la periferia que
aspira a ser centro de la ciudad algún día, a tener «alumbrado de Navidad y,
quizás, un par de semáforos más en mitad de la avenida para poder cruzarla sin
miedo a ser atropellados».
Pero la familia de Catalina no tiene ni
para mantener un coche propio. Los años noventa fueron, además, unos
años-bisagra entre la actual ola de feminismo y un pasado marcado por el
machismo: muchas mujeres, eran conscientes de la desigualdad heredada de
generaciones anteriores y habían conquistado importantes parcelas sociales y
laborales, pero faltaban años todavía para el #MeToo y para la concienciación
colectiva, de la situación de abuso a la que eran sometidas por muchos hombres.
Porque la realidad de las mujeres del
barrio que observa Catalina, era muy diferente: muchas de las madres de sus
compañeras de clase, como la suya propia, «no tenían un trabajo y se sentían
como internas a las que les daban techo y comida —¿a cambio de qué?—» y debían
acordarse siempre, de cuál era el cometido de una buena esposa.
Una estructura original: una novela que se
desarrolla en cuatro horas y que busca su propio canon literario
En un momento dado de La educación física,
Catalina recuerda que «el curso pasado la obligaron a leer El guardián entre el
centeno y otros veinte libros de muchachos adolescentes, así que, al menos, se
imagina cómo debe ser vivir en el cuerpo de un chico de dieciséis» y tener las
preocupaciones de cualquier hombre, desde «cómo evoluciona el tamaño de sus testículos
de aquí a cinco años o cosas peores como, por ejemplo, rellenar los formularios
para la moratoria del servicio militar, con la excusa de seguir estudiando,
algo que ya le ha visto hacer a Pablito en dos ocasiones.
Lo que le molesta a Catalina, es que
siempre haya fórmulas con las que librarse de ser un hombre y ninguna prórroga
ni vacaciones, que le permitan por un tiempo no ser una mujer».
En una vuelta de tuerca evidente a La
educación sentimental de Flaubert, novela centrada en los pensamientos y obsesiones
de un joven y retrato generacional en el París de mediados del siglo XIX, esta
novela se vale de una estructura original para transmitir un efecto parecido: la novela que se desarrolla en cuatro horas,
durante las cuales Catalina debe hacer un trayecto en autostop de apenas veinte
minutos, si bien le permite ir adelante y atrás en el tiempo, reviviendo
diversos episodios de su vida que la marcaron, en un recorrido psicológico que
le sirve para profundizar en las razones de este rencor que marca su
existencia.
Como explica la propia Rosario Villajos,
«la escritura es un ajuste de cuentas con el pasado, una forma de despegarme de
lo que me hace daño. En este caso, del rencor acumulado no solo hacia los
hombres a los que consideraba a la vez un obstáculo y el objetivo de mi
bienestar, sino también hacia mí misma por haberlos puesto en el centro de todo
durante mi juventud, como si fueran dadores de vida y felicidad. Rosario Villajos
(c) José Martín S.
Antes escribía o pintaba o componía música
como si tuviera la mirada de un hombre por encima del hombro, ya fuera mi
padre, mi novio, el profesor admirado o el amo de turno. Desde el momento que
deja de importarme su opinión, surge al fin una creación honesta que de verdad
me redime, me exorciza y me lleva a estar más a gusto conmigo. Aún estoy
aprendiéndome y reescribiéndome. El miedo es subordinación y yo no quiero estar
subordinada a nadie».
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