Pedro Donoso |
“Vine a Comala porque me
dijeron que acá vivía mi padre.” El comienzo mítico del clásico de Juan Rulfo
resuena una y otra vez cuando pienso en la llegada a Antofagasta, al inicio de
la residencia en abril de 2024.
“Vine al desierto porque me
dijeron que acá estaba mi paisaje”, podría parodiar. Vine al desierto porque
ese es el destino para investigar desde lo más básico, desde las rocas y el
polvo, desde el lugar que no tiene más que luz, sol y formas minerales. Pensaba
en el desierto como un laboratorio social donde el salitre inventó ciudades que
después se secaron para dejar todo muerto.
Como en Comala. Pero si el desierto era el
escenario político de una catástrofe, por otra parte, también sospechaba que
era el lugar del origen, un territorio fantasmal que concentra los elementos
que permiten pensar la vida antes de la vida. O después.
Había conocido Antofagasta en
una visita tres años antes. A mi llegada, ya sabía que el agua que circula por
las tuberías de la ciudad tiene un alto contenido de arsénico, que los ingresos
de las mineras marcan el ritmo de vida, que los inmigrantes ocupan los bordes
de la ciudad entre la ciudad y el desierto.
Toda la información que ya traemos nos ayuda
para buscar al inicio de una residencia. Aunque podía decir que sabía reconocer
ciertos intercambios de energía en este lugar de nubes sin lluvia, todavía
debía entrar en la magnitud de un tiempo distinto que marca el desierto.
Como invitado a la línea de
investigación sobre geología de las residencias SACO, ahora puedo decir que
tenía todo por aprender sobre los miles de millones de años que se encuentran
repartidos en el desierto de Atacama.
Una semana más tarde, lo que hasta entonces
habían sido piedras e incógnitas para mi limitada percepción, comenzó a ser un
sinnúmero de señales desplegadas, sedimentos materiales de milenios que
guardaban en su morfología la acción de vientos inmemoriales, las presiones
telúricas, toda la lenta mecánica del planeta. Formas y rocas como un diario de
vida de un planeta de 5.000 millones de años.
Mi tesis de trabajo, justamente, indaga en el “desierto” como un concepto de conveniencia que permite perpetuar la explotación de un territorio cuyo subsuelo contiene recursos geológicos.
Al decir desierto, se nombra un lugar abandonado, árido, vacío; un espacio de ausencia donde está justificada cualquier explotación, explosión o destrucción.
Paradójicamente, el encuentro con la geología me permitió revelar una
disyuntiva lenta y crucial. Por un parte, los geólogos son aquellos lectores
capaces de entender a cabalidad la sintaxis material del paisaje y sus
componentes directos.
Allí donde los restantes ciudadanos solo vemos
arena y piedras como señales indiscernibles, un geólogo, en cambio, reconoce
épocas, evoluciones, magmas, meteoritos, fósiles… y minerales.
La disyuntiva ética que debe enfrentar al
geólogo lo convierte, dadas las circunstancias, en un especialista que puede
cooperar con la súbita interrupción de los ciclos de millones de años que
llevan a cabo las compañías mineras.
Visita al Museo de Geología Ruinas de Huanchaca |
Adoptar las preguntas de la geología significa, finalmente, pensar en cómo actuar en un paisaje donde el tiempo avanza a una escala que escapa a nuestras posibilidades.
¿Qué gesto del
presente reconoce la profundidad del tiempo que estamos alterando con nuestros
artilugios y técnicas de explotación? La pregunta de la residencia comenzó
entonces a perfilarse como un esfuerzo inabarcable.
Vine al desierto en busca de
un paisaje, como decía al principio, y empecé a entender que la geología,
ciencia que apenas inicia su lectura de la materialidad del mundo en el siglo
XVIII, marca el límite del entendimiento geopolítico y nos lleva a descifrar el
desierto y entender de forma diferente los procesos que subyacen bajo el suelo
arenoso.
Un geólogo mira la superficie,
pero entiende la profundidad. Al mismo tiempo, su conocimiento subterráneo, en
manos de una empresa de explotación de recursos, supone una continuación
aplicada y rigurosa de la cadena de extracción mineral.
La pregunta, en términos
generales, vendría a ser ¿cómo es que lo humano se entiende con esa materia
inmemorial? Hay incluso preguntas más ambiciosas que borran su sentido cuando
sabemos que somos una especie que también va a desaparecer.
Visita al Museo de Geología Ruinas de Huanchaca |
En el momento actual, Chile es un país cuyos ingresos dependen de la extracción y exportación de recursos naturales y materias primas.
La forma en la que desarrollamos la explotación
mineral, forestal, agrícola y ganadera es primaria: se trata de un país que
arranca pedazos de su territorio o materiales obtenidos de su tierra y los
embarca a algún lugar donde son transformados en los productos elaborados que
nosotros compramos después para cerrar la cadena de consumo.
El desierto está al inicio y
al final de esa cadena: es la fuente primera de extracción y el depósito final
como vertedero. En su paisaje palpitan los cables y las sales que forman las
baterías de nuestros automóviles y teléfonos inteligentes, de nuestros aviones
y parlantes estereofónicos.
Como sostiene Jussi Parikka en su libro Antropobsceno, “los recursos del tiempo profundo de la tierra son los que hacen que la tecnología exista.
El surgimiento de la
geología como disciplina en los siglos XVIII y XIX, así como las técnicas
mineras que se han desarrollado desde entonces son fundamentales para la
cultura mediática-tecnológica”.
La construcción de nuestro
mundo moderno e hiperconectado pasa por la excavación intensiva de nuestro
mundo desértico y remoto. El desierto acoge el paisaje clave de la construcción
destructiva que sostiene nuestra sociedad.
Nuestras selfies y reels
vuelan por el hiperespacio gracias al litio de los salares atacameños. El
desierto es tan real como indescifrable. Esa es la conexión que permite pensar
lo que Timothy Morton ha llamado una “ecología oscura”.
En su próxima edición, la Bienal SACO se interna en el ominoso submundo que el desierto encierra.
Como
residente, solo puedo decir que fue tan oscuro como iluminador recorrer su
soledad geológica para asomarse a una frontera que se percibe como despoblada,
pero donde la herencia colonial sigue imponiendo la lógica espectral de un
espacio vacante que justifica toda conquista y expansión.
Antofagasta está ahí para continuar esa tarea extractiva. Mientras, en estas residencias organizadas por SACO, seguimos tratando de entender qué desierto es ese que estamos horadando.
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