“Para mí fue absolutamente necesario escribir
esta novela; me levantaba a diario a las cuatro de la mañana para trabajar en
ello, no me quedaba más remedio. Cómo entender el brutal asesinato de una niña
y cómo traducirlo a palabras, cómo interpretarlo a través de la literatura de ficción,
fueron preguntas que me obsesionaron y que no me dejaban dormir.
Desde el momento en que se conoció el crimen,
supe que era urgente entender qué había sucedido ahí. Se había traspasado un
límite: algo se había roto. Se habían violentado todos los márgenes de la
ética, habíamos penetrado demasiado hondo en los terrenos de la impunidad y de
la muerte. Incluso según los parámetros de un país tan acostumbrado al
asesinato como es Colombia, había algo inédito en este crimen que nos hablaba
de un paso más en el proceso de deshumanización.
El enigma no era sólo el crimen en sí; también
lo era la reacción colectiva de un país que quedó estremecido hasta los
cimientos, rompió su tradicional resignación, o apatía, y salió a decir: «Esto
es demasiado».
Entre los miles de muertos que Colombia registra
cada año con una relativa indiferencia, o al menos dentro de un espectro muy
corto de la memoria, de pronto éste trascendía, resonaba como una brutal señal
de alarma.
Una combinación de factores tenía que ver con
ello: por un lado, la absoluta indefensión e inocencia de la víctima, o para
ponerlo en términos de tinte casi religioso, su definitiva pureza. Y en
contraposición a ese primer factor, la absoluta potencia de un victimario más
fuerte en todo sentido, y la gratuidad y previsible impunidad de su acción.
¿Por qué ese muchacho, que todo lo tenía,
torturaba hasta la muerte a una criatura despojada de todo? Por darse gusto.
Por placer. Porque sí. Porque en el fondo consideraba que no estaba matando a
nadie: para él la niña no era nadie, no contaba, su muerte no significaba nada.
El abismo social, de edad y de género entre víctima y victimario sentaba las
bases para la infinita desproporción.
En ningún momento se me ocurrió volver al
recuento periodístico de los hechos reales, ni recurrir a la investigación de
los mismos. Todo eso ya había sido hecho a ultranza. Mi herramienta tendría que
ser la ficción: partiría de un crimen real, el de la niña, para remontarme, a
través de personajes imaginarios, ya no al qué ni al quién, sino al por qué.
Tampoco quise buscar un formato de novela negra,
porque los lectores ya sabían de sobra y de antemano quién había sido el
asesino. Busqué en cambio montar un escenario hipotético que permitiera
escudriñar en los posibles motivos. ¿Qué caminos conducían a cometer semejante
atrocidad? Pensé que la ficción permitiría penetrar más allá del crimen en sí,
para llevarnos hasta los recovecos más oscuros de toda una cultura.
A través de los Tutti Frutti, los cuatro amigos
íntimos del asesino en la novela, vas viendo ciertas formas de desprecio hacia
las mujeres, formas sin duda perversas, pero de alguna manera cotidiana,
familiar y socialmente tolerada: la cosificación, la utilización, la
idealización, la prostitución, la violencia, el engaño.
Y de pronto aparece allí una forma de relación
con las mujeres radicalmente insoportable: el ensañamiento contra una víctima
absoluta, la más indefensa, la más inocente.
Un buena parte de las novelas negras que pululan
en las librerías tratan de crímenes y torturas contra jóvenes prostitutas.
Hasta ahí soporta el gran público la lectura, aún como pasatiempo de
vacaciones, quizá porque inconscientemente se descarga la culpabilidad en la
propia víctima; el tan socorrido “algo habrá hecho”, o “por algo sería”, que
ampara una cruel forma de justificación.
La niña, por fin, sacude la conciencia y quiebra
la indiferencia. ¿Pero al mismo tiempo no es acaso apenas el pico en una cadena
de maltratos a los que diariamente son sometidas muchas mujeres? ¿En el fondo
no es el mismo maltrato y desprecio, pero llevado al extremo del extremo?
Este crimen conlleva una dosis de maldad
absoluta, intolerable. Un poco menos que eso, y la distorsión y la costumbre
hacen que nos quedemos en la zona de confort de una maldad asumida como
criticable, pero en últimas llevadera. Esta novela busca hacer volar por los
aires esa inicua zona de confort. Todo desprecio y maltrato frente a las
mujeres y las niñas, es siempre intolerable”.
Laura Restrepo nació en Bogotá en 1950. Se
graduó en Filosofía y Letras en la Universidad de los Andes y posteriormente hizo un
postgrado en Ciencias Políticas. Fue profesora de Literatura en la Universidad Nacional
y del Rosario. Se dedicó a la política y al periodismo.
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