Con la obra “Jarrito Antropomorfo
Topater”, Floridor Ayavire (78) y su hija Carolina Alma (44) –él, alfarero y
agricultor, y ella, arquitecta y hoy también dedicada al trabajo en greda– se
convirtieron en los primeros representantes del pueblo atacameño-lickanantay en
obtener el Sello Artesanía Indígena que desde hace ocho años entrega la
Subdirección Nacional de Pueblos Originarios del Ministerio de las Culturas,
las Artes y el Patrimonio.
Padre e hija recibieron esta distinción,
junto a otros 11 cultores y cultoras de los pueblos mapuche, rapa nui y aymara,
en una ceremonia realizada en el marco de la Feria Nacional Artesanías que se
realiza en la Plaza de la Constitución de Santiago y que contó con asistencia
de la subsecretaria de Patrimonio Cultural, Carolina Pérez, y el subdirector
nacional de Pueblos Originarios, José Ancán, entre otras autoridades.
Floridor Ayavire fue uno de los seis
usuarios y usuarias del Instituto de Desarrollo Agropecuario (INDAP) que este
año obtuvieron el Sello Artesanía Indígena. Los otros son Carmen Huaylla, de
General Lagos, por “Phullu Awayu”; Juana Mamani, de Colchane, por “Faja Purapi
Churu”; Rosa del Carmen Melinao, de Cunco, por “Kachif”; Daniela Burgos, de
Saavedra, por “Pilwa Wilal Tradicional”, y Osvaldo Güineo, de Quellón, por
“Frazada Punto Ojo de Guanaco”.
Nacido en el pueblo de Toconce y radicado
en Alto El Loa, Floridor Ayavire perdió a su madre a la edad de 16 años y
creció con sus abuelos, Cristóbal Ayavire y Patricia Choque, con quienes tuvo
sus primeros contactos con el barro, ya que ambos se dedicaban a la artesanía,
además de cultivar maíz, habas y cebollas y criar corderos y llamas para el
autoconsumo, tradición ancestral que él ha mantenido hasta nuestros días.
“Yo siempre ayudaba a mi abuela a hacer la
masa, porque ella hacía toda la preparación para las artesanías. Mirando fui
aprendiendo, igual que mi hija, que también jugó con el barro. Así hemos
mantenido esta tradición de nuestros antepasados, tratando de hacer cosas
mejores. Yo soy más rústico y mi hija tiene manos finas. Trabajar en esto es
una manera de representar las costumbres de nuestro pueblo, y somos pocos los
que tenemos la habilidad de hacerlo”, dice el cultor.
Comenta que cuando está con las manos en
la greda, que recolecta en los cerros circundantes a su hogar, piensa siempre
en sus abuelos, que hacían jarros y platos para poder alimentarse, ya que no
contaban con utensilios de cocina. “Hoy hay tantas comodidades que nadie se
dedica a esto”, señala con un dejo de tristeza.
Sobre el Sello de Artesanía, dice que es
“un orgullo, algo que nunca me imaginé”, y afirma que trabajar con su hija es
“muy bonito, una gran satisfacción”.
Un amor incondicional
Carolina Alma estudió arquitectura en la
Universidad Arturo Prat de Iquique, pero la sangre y la greda hicieron lo suyo
y en 2016 creó Alma
Atacameña para trabajar junto a su padre. “Fue difícil dejar de lado
mi profesión, porque el esfuerzo que hicieron mis padres para que estudiara fue
muy grande, pero cuando me reencontré con la arcilla nativa me di cuenta de que
me hacía muy feliz, me encantaba y me llenaba en todos los aspectos. Me llevó
el corazón y no pude hacer nada. Por fortuna esto vino de la mano con muchas
oportunidades para desarrollar nuestro proyecto”.
Cuenta que cuando tenía 8 años su padre
comenzó a traspasarle la información generacional que la marcó a fuego. “Él se
dio cuenta que tenía una inclinación por los colores y los materiales. Yo
jugaba con plasticina en el patio y cuando los monitos se me derretían por el
sol y me ponía a llorar, él me tocaba la cabeza, me decía que no llorara más y
me llevaba barro, que no se iba a derretir, para que siguiera jugando”.
“Mi papá es mi motor, además de un hombre
sabio, nacido y criado en el pueblo de Toconce, en los campos de pastoreo de la
precordillera, y eso significa que tiene un conocimiento muy puro, de crianza y
de contacto con el territorio. Trabajar con él es lo más maravilloso que me ha
pasado en la vida, porque es un amor idealizado desde niña y estar junto a él
recibiendo este premio es mi mayor orgullo”, dice con emoción Carolina
Alma.
Agrega que, en el trabajo conjunto, su
padre es “el que busca las arcillas, el guano para la quema y la grasa de
llamo, el que pisa la arcilla, el que revuelve el barro, el que arma los lulos,
el que hace la tarea pesada y se ocupa del fuego, y yo lo acompaño para
aprender. Las piezas las pensamos entre los dos; él me habla de los detalles,
los ritos y las tradiciones más profundas de la cultura lickanantay, y le da
sentido a todo lo que hacemos”.
El Sello Artesanía Indígena busca revitalizar y proyectar los conocimientos y técnicas artesanales tradicionales, así como incentivar la difusión de las obras galardonadas como manifestaciones auténticas y distintivas de las culturas de los pueblos indígenas presentes en Chile. Desde 2016 se ha premiado a 88 obras –70 ganadoras y 18 menciones honrosas– de 90 cultores y cultoras de 14 regiones del país.
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